Una función sustancial de la moda es la de revelar y acrecentar, o simular en ciertos casos, el atractivo físico de su clientela. Es inhabitual que alguien se vista para afearse. Y si bien en el momento de vestirse no todo el mundo se pone como meta prioritaria el enamorar al resto de la humanidad es un hecho probado que una considerable porción de público aspira a suscitar el deseo en la mirada ajena.
Son una minoría las personas que manifiestan síntomas escasos o nulos de este impulso ancestral. En meses recientes, bastó internarse en las redes que privilegian la narrativa fotográfica para constatar que el despliegue del propio magnetismo erótico, supuesto o real, creció a tasas chinas desde la implantación del confinamiento. Las selfies de los tiempos del corona no se caracterizaron tanto por los centímetros de piel revelada sino por las prendas que astutamente empleadas convertían los cuerpos en claros objetos de deseo.
La palabra sexy apareció en la lengua inglesa, como sinónimo explícito de atrevido o indecente, en el último lustro del siglo XIX, hacia el final de la era victoriana y en pleno apogeo de la Belle Époque. Pero fue en torno a 1920 que pasó a ser usada para definir aquella cualidad física de ciertas personas que despierta en otras el deseo sexual. Causa primera de este deslizamiento de sentido parecen haber sido las estrellas de ambos sexos del cine mudo que encendían las fantasías del público, tal Clara Bow, la It Girl original, o Rodolfo Valentino.
A lo largo de las décadas siguientes el cine se afirmó como el proveedor casi exclusivo de sexiness, osando audacias –ver los vestuarios de Adrian para Jean Harlow, en la MGM– que, restringida por las normas de la elegancia, la alta costura no podía permitirse. Sólo recién en los 50, en París, Jacques Fath se atreverá a inocular altas dosis de sensualidad en sus prendas, ya sean vestidos de noche como abrigos de paño o tailleurs, dibujando con cortes sabios siluetas ideales de busto definido y cintura ceñida, inventando escotes y exaltando el strapless, siempre impecable, siempre chic. En las generaciones posteriores hubo quienes supieron manejar la alusión a la voluptuosidad sin perder el equilibrio. Con estéticas y clientelas dispares, Emanuel Ungaro y Sonia Rykiel en los 70, luego Thierry Mugler y el magistral Azzedine Alaia han sido los nombres más destacables en esta área.
En los 90, como efecto colateral de la explosión de la moda en todas direcciones y la consecuente y progresiva nivelación por lo bajo de las categorías del gusto, de lo sexy se enfatizó la x o, más precisamente, la X, como en la clasificación cinematográfica. Ciertas marcas legitimaron el porno light como fuente de referencia para publicidades y pasarelas. Desde entonces, lo sexy en la moda fue devaluándose en cuanto medio de seducción, hasta aparecer como una caricatura anacrónica de la feminidad patriarcal y señal de la decadencia berreta a la que nos rebaja el consumismo.
La mejor seducción prescinde de las prendas vistosas que funcionan como muletas eróticas. En una época en la que gente de todos los tipos, despegada del mandato binario, opta por llevar prendas sin género determinado, ningún efecto indumentario, ningún modo de actuación social se ve más innecesario y menos atractivo que el repertorio erótico que se identifica popularmente con la palabra sexy.
Fuente: La Nación